sábado, 15 de octubre de 2016

Un buen trato



El paraguas roto, los tacones demasiado altos, mi peinado arruinado, justo ese día que había ido expresamente a la pelu; yo escopetada saliendo del trabajo, llegando ya tarde para mi cita con Andrés, y ni un taxi a la vista. No os podéis imaginar un escenario peor para ese 14 de febrero. Y encima, era el primero en que por fin iba a compartir la cena con alguien que no fuera de mi familia (ya sabéis, mis abuelos, que se apuntan a celebrar todas las fiestas del calendario, estén o no aceptadas por la Santa Madre Iglesia; o mi prima Sofi, que el año que coincidía que no tenía pareja montaba una gran fiesta de San Valentín que luego, con novio, echaba mucho de menos).
Andrés me esperaba en un restaurante de cerca del centro de la ciudad, de esos donde hay que reservar con semanas de tiempo, y también iba a ir directamente desde su curro. Y yo desesperada, buscando la parada del bus que pienso que me puede dejar en la puerta. Hay una cola tremenda bajo la marquesina del C2, pero por suerte el autobús llega justo entonces. Corro pisando todos los charcos y arruinándome las medias, pero llego; entro la última. Pego tal zancada que me reviento una de las costuras del vestido. ¡Si es que debería haberme puesto los vaqueros de siempre! Rebusco en mi bolso clutch y no encuentro mi bono; así que tengo que pagar el billete y el conductor no tiene cambio. Dejo el bolso un momento junto a la máquina esa de validar los billetes, la canceladora o como se llame, y pido al pasajero más cercano que por favor me cambie mis cincuenta euros por algo más pequeño. Me responde con un gruñido y desvía la mirada a las gotas de lluvia que le caen a chorro desde mi paraguas mal cerrado, y me disculpo. Una señora muy amable me cambia los euros, y puedo al fin abrirme paso hasta casi el fondo. Genial, hay un asiento libre junto a un hombre con muchas bolsas, y me planto allí. El señor parece muy enfadado conmigo porque le hago mover los bártulos, pero es que los tacones me están matando.
Intento colocarme el flequillo en su sitio, me repinto los labios pero no, no me sale como a Sofi. Se me cae el espejo. “Por favor, que no se rompa”, pienso desesperada. No quiero tener siete años de mala suerte solo por esa tontería, que ya me pasó una vez. Me agacho, lo veo; se ha caído dentro de una de las bolsas de mi vecino de  asiento.
–Disculpe, es que se me ha resbalado y ha caído ahí– le digo porque hace amago de hacerse una barricada con sus bolsas, como si yo fuera a robarle nada.
El bus frena bruscamente; ¿es mi parada? Sí, distingo las luces del parque entre el aguacero. Poca gente se baja allí. Tengo que levantarme a toda velocidad y gritar al conductor, “¡Espere!”, y salir disparada a la puerta. Bajo del bus y piso una mierda de perro; me pongo a reír casi histérica hasta que recuerdo que eso da suerte. La lluvia amaina algo, busco un árbol para apoyarme y quitarme el zapato. ¿Dónde están mis kleenex? En mi bolsito. ¿Y el bolsito? Dios, tengo el estúpido paraguas bien agarrado, ¡pero he olvidado el bolso en el autobús!
Miro la hora en el reloj de la farmacia de enfrente, rescato una hoja grande del suelo junto a mi árbol y me limpio la suela con ella; busco otra para rematar la faena, otra más para limpiarme las manos. Al menos este arbolito me ha ayudado, y no le ha caído ningún rayo. Visto lo visto, Cupido quería matarme hoy, pero de momento estoy sobreviviendo.
Camino hacia el restaurante; no veo a Andrés. Once meses de novios, y no es capaz de estar a tiempo ahí; no digo con una rosa roja en la mano, sino simplemente ahí, ahora, justo cuando necesito consuelo para compensar el día que llevo. No tengo móvil para llamarlo (ni pintalabios, ni monedero, ni pañuelos, ni mini-botiquín, ni caramelos, ni los chicles con efecto blanqueador, ni –cielo santo ¡mi diario!), aunque las llaves sí, porque las guardo en el bolsillo del chaquetón, menos mal.
Andrés llega a los dos minutos, me consuela con un abrazo XXL.
Esa misma noche me pide que nos casemos. Me trae una sortija preciosa. No se arrodilla como en las películas, porque viniendo para acá acaba de tener un accidente con la moto y por suerte no se ha hecho daño, aunque la pierna le ha quedado hecha un mapa.
Mi bolso con casi toda mi vida, a cambio de un San Valentín pasado por agua, por mierda y por una petición de matrimonio hecha por un chico maravilloso que podría no haberlo contado. No se me dan los negocios, pero me parece un buen trato. Gracias, Cupido.

7 comentarios:

  1. ¿Qué decir de tu relato? Los detalles lo hacen encantador (lo que le sucede a la protagonista en el autobús es tan real...) Es un lujo tenerte en el blog, Ninqisse.

    ResponderEliminar
  2. Por mucho que lo lea no me canso, en cuanto empiezo puedo ver con claridad la escena, algunas gotas de lluvia han golpeado mi pantalla del ordenador. Gracias por el relato.

    ResponderEliminar
  3. Las reflexiones de la protagonista me parecen tan reales que me pregunto si lo has vivido. Me gusta mucho. Cuánta perdida potencial contenida en el bolso de una mujer. Gracias

    ResponderEliminar
  4. Gracias a vosotros. Y no lo he vivido. Aunque una vez rompí un espejo. Hace más de siete años, por suerte.

    ResponderEliminar
  5. Que historia tan conmovedora y divertida al mismo tiempo.

    ResponderEliminar
  6. Un cuento estupendo que te lleva por las desgracias encadenadas en un día de esos nefastos que a veces todos tenemos. El truco del éxito creo verlo en haber elegido, para la narración, la primera persona y el presente del indicativo, con lo cual el personaje se nos acerca, está delante de nosotros: desde luego que se moja y pisa lo que no se debe pisar del perro.

    ResponderEliminar
  7. Qué bien que está Ninqisse!El ritmo es arrollador, los sucesos se ven, el personaje es fresco y está lleno de vida. Se puede leer todas las veces que uno quiera.

    ResponderEliminar