lunes, 19 de diciembre de 2016

Regalo de Navidad




Tienes dieciséis años y una melena larga, roja e indomable que te llega hasta la cintura y te ayuda a esconder el cuerpecillo flaco y lechoso de niña que está dejando de serlo. No tienes amigos; tu padre apenas te atiende, se emborracha y se va por ahí y te pasas las horas mirando por la ventana y deambulando por casa, intuyendo monstruos en la oscuridad y oyendo esas voces que te dan ideas raras. El tocadiscos se estropeó y no puedes entretenerte oyendo música, ni siquiera esas composiciones clásicas algo aburridas que tanto le gustaban a mamá. Te has intentado suicidar un par de veces.
              Llega otra navidad y esa mañana observas por la ventana los patos que vuelan y que no acaban de marcharse nunca, a pesar del frío. Son estúpidos. Como no se vayan, se congelarán. Te preguntas si estar congelado es parecido a la sensación que te embarga a ti desde hace tanto tiempo. Tu padre te regala un rifle después de comer. Aprender a disparar te va a animar a salir, respirar aire fresco, hacer ejercicio, te dice. ¿Qué diría mamá? Bueno, se fue y no pinta nada su opinión. El fusil es un semiautomático. La marca es Ruger 10/22. Tiene mira telescópica,  culata de madera de cedro y quinientas municiones. Miras a papá. Tiene los ojos algo vidriosos y el rostro enrojecido. Sabes que no es por el frío de fuera. Bajas la mirada y musitas un gracias y confías en que tu pelo cubra algo la mueca que a veces pasa por tu sonrisa.
Dedicas los siguientes días a familiarizarte con tu fusil calibre 22. Sales al exterior y practicas tirándole a algunas latas de cola y muchas cervezas vacías. Tu melena pelirroja vuela al viento. Cada día lo haces mejor. Pero temes la noche. Los  monstruos se reactivan al caer la madrugada y empiezas a dejar tu regalo junto a la cabecera de la cama.  Acariciarlo te calma y te ayuda a dormir.
Un día miras por la ventana y ves el patio de tu antiguo colegio. Allí pasaste la primaria como quien pasa una varicela, sintiendo que eras la apestada. Total, como ahora en el instituto. Echas un vistazo al calendario. Hoy es lunes, 29 de enero de 1979, y coges el rifle y empiezas a disparar. Vaya, está genial. Mola la mira telescópica. Es muy fácil acertar así. Hoy no vas a ir a clase. Esto es mucho más divertido. En un cuarto de hora, matas a dos personas. Hieres a nueve, son ocho niños y un policía.

Todavía te llamas Brenda Spencer, pero tu pelo entrecano más que rojo es corto y has engordado. Vas a cumplir cincuenta y un años y te han denegado la condicional otra vez. Y eso que has aducido que lo que pasó fue bajo la influencia de las drogas. Que tu padre había abusado de ti de niña. Incluso has llegado a decir que te arrepentías de lo ocurrido, a ver si colaba. Esas dos personas a las que mataste eran al director de la escuela, que intentaba proteger a los alumnos, y al conserje que después intentó arrastrar su cuerpo lejos de la carnicería. Te condenaron a cadena perpetua revisable en 1980; parece que va a ser perpetua, a este paso. Cuando disparaste esos casi cuarenta tiros no pensaste en que te harías vieja en esta prisión para mujeres en California.
Solo en que era lunes y que eso te animaba el día.
Estuviste seis horas atrincherada en tu casa hasta que la policía te convenció para que te entregaras. Fuiste sincera cuando te preguntaron por qué lo hiciste. ¿No se supone que hay que decir siempre la verdad? Viste a los niños como a los patos del estanque. Blancos muy, muy fáciles, como las latas de refresco. Pero esto era muchísimo mejor, porque los niños se movían, corriendo sobre esas piernecitas, a ciegas, como  pollos sin cabeza. No, no había ninguna razón para matarlos. Solo era divertido. Te asomas a la ventana enrejada y recuerdas a papá. Es navidad, pero han pasado más de treinta y cinco años. Y alguno más desde que mamá se fue. ¿Estarán juntos?, te preguntas. Esperas que no, que él se esté achicharrando entre las llamas del infierno.
Y luego saliste en todos los periódicos. Y en la tele. Y esos británicos hicieron una canción sobre ti. Para ti. Tell me why I don’t like Mondays… Tell me why…  Te gusta mucho la canción. Te anima escucharla los lunes, cuando das vueltas por el patio de la cárcel con este invento, el mp3, que no está mal. Mola casi tanto como el semiautomático de culata oscura que te dio papá por navidad. Solo había que mirar, apuntar, apretar el gatillo. Ahora tus placeres son más comedidos, aunque igual de solitarios. En vez de quinientas balas, tienes quinientas canciones grabadas. Solo tienes que mirar la lista en esa pequeña pantalla, elegir una, y apretar el botón del triángulo.
En la cola del desayuno ves que al ser un día especial el café no está congelado y hay una pequeña porción de un dulce. Te sientas en una esquina y enciendes tu mp3. Alguien te dice “Feliz navidad” mientras estás ocupada seleccionando entre tus canciones. La boca de la mujer se abre y cierra, tú realmente no oyes las palabras, estás con tu música. Esbozas tu sonrisa-mueca, algo más arrugada, y caes en la cuenta: ya no te has intentado suicidar más. Tu cárcel es tu casa, nunca estás sola, y parece que esos monstruos y esas voces que te perturbaban están tranquilos últimamente.

1 comentario:

  1. Cuento triste (sobre todo para quien conoce la historia que lo inspira), pero del otro lado de la moneda, lo cual lo hace interesante. La autora adopta la perspectiva de la asesina y logra evocar la tristeza de quien ha matado, de quien simplemente ha hecho daño a otro, y se ve condenado a su propia existencia. La imagen de los patos y la de la boca que se abre y cierra pero no hay palabras son un acierto.

    ResponderEliminar