Tienes dieciséis años y una melena larga,
roja e indomable que te llega hasta la cintura y te ayuda a esconder el
cuerpecillo flaco y lechoso de niña que está dejando de serlo. No tienes
amigos; tu padre apenas te atiende, se emborracha y se va por ahí y te pasas
las horas mirando por la ventana y deambulando por casa, intuyendo monstruos en
la oscuridad y oyendo esas voces que te dan ideas raras. El tocadiscos se
estropeó y no puedes entretenerte oyendo música, ni siquiera esas composiciones
clásicas algo aburridas que tanto le gustaban a mamá. Te has intentado suicidar
un par de veces.
Llega
otra navidad y esa mañana observas por la ventana los patos que vuelan y que no
acaban de marcharse nunca, a pesar del frío. Son estúpidos. Como no se vayan,
se congelarán. Te preguntas si estar congelado es parecido a la sensación que
te embarga a ti desde hace tanto tiempo. Tu padre te regala un rifle después de
comer. Aprender a disparar te va a animar
a salir, respirar aire fresco, hacer ejercicio, te dice. ¿Qué diría mamá?
Bueno, se fue y no pinta nada su opinión. El fusil es un semiautomático. La marca
es Ruger 10/22. Tiene mira telescópica, culata
de madera de cedro y quinientas municiones. Miras a papá. Tiene los ojos algo
vidriosos y el rostro enrojecido. Sabes que no es por el frío de fuera. Bajas la
mirada y musitas un gracias y confías en que tu pelo cubra algo la mueca que a
veces pasa por tu sonrisa.
Dedicas los
siguientes días a familiarizarte con tu fusil calibre 22. Sales al exterior y
practicas tirándole a algunas latas de cola y muchas cervezas vacías. Tu melena
pelirroja vuela al viento. Cada día lo haces mejor. Pero temes la noche.
Los monstruos se reactivan al caer la
madrugada y empiezas a dejar tu regalo junto a la cabecera de la cama. Acariciarlo te calma y te ayuda a dormir.
Un día miras
por la ventana y ves el patio de tu antiguo colegio. Allí pasaste la primaria
como quien pasa una varicela, sintiendo que eras la apestada. Total, como ahora
en el instituto. Echas un vistazo al calendario. Hoy es lunes, 29 de enero de
1979, y coges el rifle y empiezas a disparar. Vaya, está genial. Mola la mira
telescópica. Es muy fácil acertar así. Hoy no vas a ir a clase. Esto es mucho
más divertido. En un cuarto de hora, matas a dos personas. Hieres a nueve, son
ocho niños y un policía.
Todavía te
llamas Brenda Spencer, pero tu pelo entrecano más que rojo es corto y has
engordado. Vas a cumplir cincuenta y un años y te han denegado la condicional
otra vez. Y eso que has aducido que lo que pasó fue bajo la influencia de las
drogas. Que tu padre había abusado de ti de niña. Incluso has llegado a decir
que te arrepentías de lo ocurrido, a ver si colaba. Esas dos personas a las que
mataste eran al director de la escuela, que intentaba proteger a los alumnos, y
al conserje que después intentó arrastrar su cuerpo lejos de la carnicería. Te
condenaron a cadena perpetua revisable en 1980; parece
que va a ser perpetua, a este paso. Cuando disparaste esos casi cuarenta tiros
no pensaste en que te harías vieja en esta prisión para mujeres en California.
Solo en que
era lunes y que eso te animaba el día.
Estuviste
seis horas atrincherada en tu casa hasta que la policía te convenció para que
te entregaras. Fuiste sincera cuando te preguntaron por qué lo hiciste. ¿No se
supone que hay que decir siempre la verdad? Viste a los niños como a los patos
del estanque. Blancos muy, muy fáciles, como las latas de refresco. Pero esto
era muchísimo mejor, porque los niños se movían, corriendo sobre esas
piernecitas, a ciegas, como pollos sin
cabeza. No, no había ninguna razón para matarlos. Solo era divertido. Te asomas
a la ventana enrejada y recuerdas a papá. Es navidad, pero han pasado más de treinta
y cinco años. Y alguno más desde que mamá se fue. ¿Estarán juntos?, te
preguntas. Esperas que no, que él se esté achicharrando entre las llamas del
infierno.
Y luego
saliste en todos los periódicos. Y en la tele. Y esos británicos hicieron una
canción sobre ti. Para ti. Tell
me why I don’t like Mondays… Tell me why… Te
gusta mucho la canción. Te anima escucharla los lunes, cuando das vueltas por
el patio de la cárcel con este invento, el mp3, que no está mal. Mola casi
tanto como el semiautomático de culata oscura que te dio papá por navidad. Solo
había que mirar, apuntar, apretar el gatillo. Ahora tus placeres son más
comedidos, aunque igual de solitarios. En vez de quinientas balas, tienes
quinientas canciones grabadas. Solo tienes que mirar la lista en esa pequeña
pantalla, elegir una, y apretar el botón del triángulo.
En la cola
del desayuno ves que al ser un día especial el café no está congelado y hay una
pequeña porción de un dulce. Te sientas en una esquina y enciendes tu mp3. Alguien
te dice “Feliz navidad” mientras estás ocupada seleccionando entre tus
canciones. La boca de la mujer se abre y cierra, tú realmente no oyes las
palabras, estás con tu música. Esbozas tu sonrisa-mueca, algo más arrugada, y
caes en la cuenta: ya no te has intentado suicidar más. Tu cárcel es tu casa,
nunca estás sola, y parece que esos monstruos y esas voces que te perturbaban
están tranquilos últimamente.
Cuento triste (sobre todo para quien conoce la historia que lo inspira), pero del otro lado de la moneda, lo cual lo hace interesante. La autora adopta la perspectiva de la asesina y logra evocar la tristeza de quien ha matado, de quien simplemente ha hecho daño a otro, y se ve condenado a su propia existencia. La imagen de los patos y la de la boca que se abre y cierra pero no hay palabras son un acierto.
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