miércoles, 2 de noviembre de 2016

La sonrisa


 
 
―Leeré hoy un relato que me mandó hace poco una persona y que encierra un pequeño misterio humano ―dice la profesora a los jóvenes que la escuchan con atención.

                "Levantarse cada día a las cinco y media de la mañana no es natural y no hay cuerpo que se acostumbre, pero el de esta mujer está cerca de conseguirlo. Y  no es un despertar de esos en que puedes ponerte a mirar las musarañas del techo creyendo que eres una lechuga, no, es necesario activar, y muy rápido. Y ella lo hace.

                Toma una ducha urgente, de esas que uno consideraría media,  pero le ha pillado tanto vicio que la esponja va sola; un peinado ágil, el albornoz y a la cocina que hay que preparar el desayuno. Mira el móvil sin intención de contestar todo lo que encuentra. ¿Cómo hay gente que madruga tanto?, ¿o es que trasnocha todos los días? Abre la nevera y comprueba con horror que la leche se agotó. ¿Con qué más se puede hacer el Cola-Cao? Con una agilidad mental digna de las once de la mañana, recuerda los batidos  del concurso de saltimbanquis de ayer. ¡Joder!, están en el coche. Dos segundos para reflexionar y aparece por la puerta Silvio, el gran Danés que ama con locura pero que sigue sin entender que de lunes a viernes la prioridad no puede ser él. Detrás surge Pepa, su hija. Soñolienta, restregándose los ojos con los puños. Es una campeona, ya se despierta sin que tenga que llamarla y con tan solo verla su batería se pone a tope.

                ―Buenos días, chiquitina.

                La besa con delicadeza y le pide que vaya al baño a arreglarse. Mientras la niña desaparece obediente, se enfunda en la ropa que preparó anoche. Coge la correa de Silvio y a toda velocidad, abrochándose los últimos botones, baja en el ascensor. Tras pillar los salvadores batidos y anotar en su inmenso disco duro que hoy toca Mercadona, persigue al perro que a pesar de conocer perfectamente el territorio se dedica cada día a descubrirlo de nuevo. Mira el reloj; las seis y cuarto. "Te doy cinco minutos. Si no, hoy te lo haces en la casa". El perro, obediente, tarda exactamente cuatro en detenerse en el lugar más indiferente y soltar sus necesidades. Bolsa y a la papelera. De nuevo al ascensor.

                Al entrar, la niña ya está casi arreglada. Es maravillosa, piensa. La ayuda un poco porque tiene por costumbre darse con la toalla veinte veces por la cara pero nunca se limpia detrás de las orejas. No sabe cuándo se hará consciente de que ese lugar, como Teruel, también existe.

                 Por fin se ponen a desayunar. El batido ha cumplido su función. Mientras toma cinco escasos sorbos de café, mira el móvil. Tiene ochenta y tres wasaps y doce avisos de Facebook. Comentando algunas cosas con su hija y dejándola que termine, se acerca a regar las plantas pero tan solo se ocupa del tomate por el que está luchando, las otras esperarán al mediodía que tampoco hace tanta calor. Ligerísimas líneas de pintura, mínima capa de maquillaje, colonia y a correr. Coge las cosas, la mochila y al ascensor.

                ―Mamá este viernes tenemos la fiesta del profesor ―dice Pepa.

                El ascensor es ya como un anejo a la casa, como el coche o la compra en el supermercado, lugares para compartir información― hay que ir disfrazados de asignatura.

                ―De asignatura ―afirma sintiendo un vahído por dentro. "El puto día del profesor de los cojones. Y tiene que ir de asignatura. Manda huevos".

                ―Y esta tarde toca violín, mamá ―continúa la hija.

                ―Claro cariño, luego te recojo y vamos. Ya te invento lo del disfraz.

                El recorrido al cole es corto. La deja en la puerta tras darle dos besazos y verla sonreír y tira para el curro. Las siete treinta. Bien. Otro madrugar superado. Pone un poco de música pero pensando todo lo que tiene que hacer, al llegar no sabe si ha escuchado a Beethoven o a Camela.

                En la oficina, la rutina le permite un poco de descanso, aunque con los recortes y la cara dura de algunos, siempre encuentra la mesa llena de carpetas. Además, el lunes se dio de baja Esther, por lo visto tiene la uña del dedo meñique del pie distendida. Debe ser grave, piensa con ironía porque se anuncian tres o cuatro semanas de baja. El jefe se hace el loco pero manda que las carpetas de la afectada lleguen a su mesa. Maldice. Con buen ritmo, a toda velocidad, las va repartiendo por los despachos. Podría protagonizar una peli como la Flash femenina. Lo hace tan rápido que ya se discute en la oficina si sale o no sale al pasillo. Unos afirman haberla visto, otros que no lo han conseguido lo niegan. La discusión sobre sus supuestas apariciones la han convertido en una leyenda urbana de la empresa.

                En el tiempo de desayuno, revisa el móvil. De los wasaps tiene:

                Quince del grupo de padres.

                Diecisiete del grupo del taller de escritura. Esta gente no para.

                Quince del grupo del gimnasio.

                Veinte del grupo del conservatorio.

                Doce del grupo del huerto...¿un grupo del huerto? ¿Desde cuando estoy yo en este grupo? 

                Ocho del grupo de la cerámica.

                Diez del grupo de la cerámica del cumple de la profesora. Cuidado con no confundir y fastidiar la sorpresa.  

                Los mira por encima y pasa a otros mensajes sueltos de algún amigo pesado. ¿Cómo se nota que te puedes tocar los huevos con todo el tiempo libre que tienes, cabrón?, piensa y contesta amablemente pero con pocas palabras.

                La mañana pasa con rapidez, pero al menos le permite tener la cabeza en otro lado. Su buena amiga Nuria le ha mandado una nueva foto de Sean Connery para alegrarle la mañana. Cómo la conoce. Desde siempre, aunque le de corte contarlo, es la referencia que la haría abandonar todo. Aunque sea imposible tenerlo, ese será su amor de siempre. Todo el mundo tiene derecho a tener un sueño, se dice. Pero despierta pronto para recordar la fiesta de disfraces de la prima; el arreglo del techo de la cocina; llamar a su cuñada para lo del centro de flores; pedir cita en el veterinario; pedir cita al dentista; pedir cita en el banco para pedir dinero para pagar la cuenta del dentista y del veterinario.

                Cuando la gente se va marchando se calienta un pequeño Tupper con la sopa de ayer. Una infusión y cuatro o cinco cucharadas son suficientes, o a ella se lo parecen. Con la otra mano ha estado leyendo los apuntes del curso de tributación que esta haciendo con sus compañeros.  

                Sale escopeteada a recoger a su hija y camino del conservatorio charla un poco con ella. Hoy tuvo una pelea con su compañera de pupitre, su mejor amiga. Está enfadada pero le hace ver que hasta con las personas más queridas se puede discutir. La niña es bastante adulta y puede mantener largas conversaciones con ella.

                Llegar al conservatorio y aparcar es como querer ir un domingo de agosto a la playa y poner la sombrilla en primera fila. La solución está cinco calles más allá y paseo rápido. Menos mal que está ágil. ¡Que hablen luego de las gimnastas olímpicas!

                Mientras su hija asiste a clase, se sienta en la cafetería y llama a su hermana. Ésta le propone que se encargue de la fiesta de la abuela. Trata de resistirse pero se deja llevar. Es fácil de convencer. Doce invitados, lunch frio, sí, la tía Encarna la diabética viene. Termina la conversación y busca algunas cosas por internet. Vuelve a mirar lo del grupo del huerto y decide quedarse, pero hay otro mensaje que la hace temblar. Como contacto pone "vecino": "Hola. Necesito hablar contigo porque me ha salido una mancha de humedad en el baño. Llámame, por favor, es urgente". Comprueba que tiene tres llamadas perdidas. Se le corta el café que está tomando. Piensa en el fontanero y se enfada al no encontrarle ya ningún atractivo sexual, más bien le vienen a la mente tormentosas pesadillas.

                En menos que canta un gallo, la niña sale de clase. Ahora contenta, el violín le viene genial. De nuevo al coche y directos al Mercadona. Con esto del cambio de hora la tarde se termina volando. Justo antes de entrar Pepa le vuelve a preguntar:

                ―Mamá, ¿de qué me voy a vestir para la fiesta del profesor? ―Si no fuera porque eres de mi carne te mataba ahora mismo, cariño, piensa en un arrebato de ira que desaparece enseguida.

                ―De Matemáticas, irás de Matemáticas ―contesta. Ha desarrollado un sexto o séptimo sentido, ya no sabe cuántos tiene, para solucionar estas continuas problemáticas infantiles. Hoy hay suerte, su hija no dice nada. No ha saltado de alegría pero tampoco ha puesto pegas. Suspira tranquila.

                En el Mercadona. ¡Joder, cuánta gente! El carrito, leche, Cola Cao, margarina, queso, yogures, zumo de melocotón, lechugas y tomates, calabacines... Algunos empleados la miran a veces con cara sorprendida porque ha desarrollado tal habilidad para la compra que hacerlo mecánicamente es decir poco. Se conoce al dedillo la distribución de la mitad de los Mercadona de la ciudad y, cuando entra en alguno que no conoce, sabe perfectamente  sus criterios de ubicación.

                Paga y corren hacia el coche. Aun queda por comprar comida para el perro, tierra para las salamandras y barritas de comida para las cacatúas. La tienda de animales de al lado se lo facilita todo. El dependiente vuelve a tirarle los tejos. ¡No se cansa el hombre este!

                Vuelta a la casa, las siete y media. Quería haber llegado más temprano. La niña toma unas piezas de fruta viendo la tele, ella, unos frutos secos mientras coloca la comida en la nevera, recoge la colada, pone la colada; vacía el lavaplatos, pone el lavaplatos; hace las camas. Las ocho y cuarto.

                Llama al vecino que la amenaza con ponerle una denuncia pero le hace entrar en razón. Llama al seguro. Necesitan mirar en tres ocasiones, tres personas distintas, para verificar que su seguro solo cubre las labores de fontanería, no la pintura. Maldice, no se lo explica pero da el parte. Le manda un wasap al vecino y le dice que lo llamará el perito. Lo de la pintura se lo calla.

                Recibe una llamada de Movistar y cuelga.

                Recibe una llamada de El Corte Inglés y cuelga.

                Recibe una llamada de Seguros la Maravilla y cuelga.

                Recibe una llamada de La Cofradía de los Santos Nazarenos Verdes y cuelga.

                Recibe una llamada de la Congregación de los Dolores Indemnes de María la del tercero y cuelga...¿Y esta gente de qué tienen mi teléfono?

                ―Chiqui, los deberes...

                Se ha puesto a estudiar Historia. No solo quiere dedicarse tiempo sino que compartir los ratos de estudio con su hija la reconforta y hace mejor su comunicación. Terminan los deberes y al baño. La pequeña casi se lo prepara ya pero tiene que controlarle la temperatura. Fijada, la deja juguetear un rato. Mientras tanto, saca los cubiertos recién lavados, tiende la ropa y prepara la cena.

                Después le deja media hora más de tele. Mientras tanto le da tiempo para preparar la ropa del día siguiente y planchar un rato. Mientras alisa la ropa piensa en el disfraz de asignatura. Números..., cruces..., le hará una tabla de multiplicar de madera, unas gafas de infinito de cartón y una corbata enorme llena de fórmulas.

                A las nueve y media, como cada día, cuesta hacer que Pepa quiera terminar la jornada. Promete grabarle lo que queda del capítulo de hoy. La pequeña cae pronto. Mi niña está derrotada.

                Nueva vuelta con el perro y al subir cuenta con unos minutos de tranquilidad que van en contra de los que tiene de sueño, su eterno dilema diario. Plancha la ropa y prepara la mesa del desayuno. Revisa que a ningún miembro de su hábitat le falte agua, besa a la cría, la contempla por unos minutos y se acuesta. Lee unas páginas del libro que tiene entre manos. Es de lo más interesante pero resiste poco. El sopor la va diluyendo y sus párpados caen como losas de seda.

                Y una amplia sonrisa se dibuja en su boca."

 
                Terminado el relato, uno de los alumnos mira a su profesora con cierta sorpresa, como esperando algo más que no llega.

                ―¿Y cuál es el misterio? ―pregunta intrigado.

                ―Que siendo una historia cotidiana y real, termine con esa sonrisa.

 

3 comentarios:

  1. Un relato dentro de otro, me encantan, como Las Mil y una Noches.

    Al leerlo me sorprendió la agotadora y rutinaria jornada de la protagonista, aunque es cierto que la mía no dista mucho de ser tan rutinaria como agotadora.

    Lo de la sonrisa me resulta un toque de admiración hacia el papel de la mujer madre.

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  2. El relato tiene detalles maravillosos, sorprende lo bien que has captado algunos momentos y cómo los has transmitido. ¡Felicidades!

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  3. Me parece real como la vida misma. Y el cuento muy ambiguo, como la sonrisa de la Gioconda, porque para mí esa sonrisa final puede ser de alivio, uff, he sobrevivido a un día más :) o no? En cuanto a enmarcar el relato dentro de esa actividad de clase, no sé si es necesario.

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