Das tu paseo matutino por la playa y al
acercarte a tocar el agua los ves. Huesos en la orilla, traídos por la marea.
Huesos humanos. Te acercas para examinarlos. Los tocas con la punta del pie.
¿Un fémur, una tibia? Ni idea. Son unos cuantos, pero no son de un esqueleto
entero. Te acojonas. No tienes el móvil en el abrigo y te preguntas si llamas a
la policía. Miras a tu alrededor. No hay nadie. Decides marcharte para evitar
problemas. Más tarde estás pendiente de las noticias locales, pero no nombran
nada de tu macabro hallazgo. Esa noche apenas duermes. Al día siguiente te
acercas a la zona por si la hubiesen acordonado. Pero no. Está todo igual, solo
que sin huesos. Está la arena, gris y llena de diminutas piedras y restos de
algas. Y las olas, plateadas y falsamente mansas, como pidiendo perdón por
mecer el reflejo de las nubes y no traer además un húmero o peroné.
A la semana vuelves a
caminar por esa orilla y los ves. Las olas han dejado varios; esta vez son más.
Te agachas a mirarlos. Otro paseante se acerca y grita, ¿Qué es eso? No eres la única persona que ve los huesos y eso te
tranquiliza. El hombre tiene un perro, que se lanza a lamerlos. Notas que te
sube una náusea de aprensión. Su dueño lo refrena y sin perder los nervios, llama
al número de emergencias y a la policía del puerto. Te quedas para dar tu
declaración junto al hombre pero te callas que ya los viste hace siete días.
Vuelves a casa y
decides darte una ducha. Hace bastante frío fuera y los dedos de la mano derecha
se te han quedado helados. Cuando el chorro de agua sale caliente, ves
momentáneamente tus falanges a través de la piel. ¿Y si una decidiera brotar de
súbito y desencajarse del dedo? Te asustas. El frío te ha calado hasta los
huesos y parece como si estos quisieran salir.
Te duele la mano y te vistes
con lo primero que encuentras para correr a la farmacia de la esquina, que está
abierta. Aurelio, tu boticario, no parece el de siempre. Está cansado y frágil
y apenas se sostiene en pie; como si le doliera todo. Está sentado en un
taburete alto. Te vende unos analgésicos y te dice que no es nada, que el frío
a veces ataca las articulaciones. Al salir
por la puerta te cruzas con esa mujer tan flaca que has visto un par de veces
por el barrio en estos últimos siete días; está casi anoréxica. Te mira con
ojos muy abiertos, de un color grisáceo como el de la arena de la playa. Abre
la boca para decirte algo pero cambia de opinión. Se fija en tu bolsa, pero
casi más en tus dedos, y en el último momento no entra en la farmacia, sino que
sigue adelante, en dirección a la playa. Viste toda de negro. Camina despacio y
al cabo de unos segundos se gira de forma elegante y te sonríe. Es una sonrisa triste.
Vuelves
a casa a intentar escribir. Has de entregar el siguiente capítulo de la novela
antes de las cinco de la tarde. La imagen de los huesos náufragos te persigue. También
los ojos de plata oscura de la flaca. Enciendes el televisor pero no hablan de
ellos.
Como
no te concentras en casa decides tomar el autobús que lleva a la biblioteca central.
El bus está lleno de gente y encuentras sitio junto a un señor mayor. El hombre,
apenas pasados unos minutos, te pone la mano en el brazo, cerca del codo. Te
sobresaltas pero te sorprende aún más que el viejo te palpe el hueso de forma
decidida y diga, aliviado, “La gente
joven todavía no está afectada”. Le apartas de un empujón y te bajas
corriendo en la siguiente parada. Respiras profundo para tranquilizarte. Era un
señor normal, no parecía un loco ni un acosador; pero ya no sabes qué pensar.
Paseas
por la acera y te paras frente al escaparate de una tienda de fotografía en la que
nunca habías reparado. Parece que el dueño es un fotógrafo que conoce todas las
técnicas. Hay fotos de muchos estilos, y otra más antigua, como de principios del
siglo XX, donde hay una pareja sonriente, sentada en un parque, luciendo sendos
anillos de oro sobre los dedos entrelazados. Te recuerda a la foto de tus
abuelos recién casados. Cierras los ojos unos instantes al recordar a tus
abuelos. Al volver a mirar la foto de la pareja de pronto han aparecido dos
figuras más. Son dos ancianos, están de pie rígidos junto a los novios, uno a
cada lado. Sus ojos se clavan en ti.
Presa del espanto,
retrocedes un par de pasos. Decides volver a casa y dejarte de paseos porque
todo es cada vez más extraño. El resto del día lo inviertes en escribir e intentar
olvidar a los espectros de la foto, al viejo loco del bus, a la flaca. Es muy
difícil, sobre todo olvidarla a ella.
Casi a medianoche vas a
la cocina a preparar una ensalada. Limpiando la lechuga, encuentras un dedo índice, pálido y fino. ¿Es
un dedo o un tronco de lechuga peculiar? Parpadeas rápido unas cuantas veces.
Al final, rompes en una carcajada nerviosa. Por supuesto que es un tronco de
lechuga. Ya ves huesos y muertos por todas partes. Acabas de preparar la cena y
comes con calma, masticando cada bocado. Te lavas los dientes y no puedes evitar
fijarte en las ojeras. Te marcan los pómulos más que de costumbre. Ves, literalmente,
la calavera bajo tu piel.
Tienes una calavera
hermosa.
Te
preguntas cómo te sentirás cuando seas huesos, y más tarde polvo. Tierra. Arena.
¿Adónde irán los huesos?
Recuerdas la playa, tu
hallazgo y resuelves que la próxima semana harás guardia por la noche junto a
la orilla. Algo te dice que la flaca también andará por allí. No deseas
retrasar más una conversación con ella.
Tu relato me da eso que se llama dentera. Pero una dentera con cierto morbo. Y es que creas perfectamente la sugestión y es que ahora casi puedo ver mis dedos caer. ¡Uf!. Bastante terrorífico, consiguiendo que la mayor parte del terror lo panga el lector sin que sea necesario contárselo. Muchas gracias.
ResponderEliminarGracias, Nico. Esta versión tan pulida debe mucho a los escribientes. Feliz Halloween!
ResponderEliminarUna extraña sensación de suspense..
ResponderEliminarImaginación pura, asociada al más apropiado uso de la lengua para llegar al fin que se quiere. A través del presente del indicativo, la segunda persona singular y oraciones simples, o sea concisas y penetrantes,la autora crea un ambiente obsesivo que nos lleva al desenlace. El acierto es que los obsesivos somos nosotros, los lectores.
ResponderEliminarSensacional! Me ha dejado paralizada
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