Odio los
conciertos al aire libre. Al público le encanta eso de sentarse en una silla de
plástico y escuchar a la orquesta fuera de su ambiente natural, pero a mí
siempre me han parecido un coñazo; y sobre todo en esta ciudad, donde hay tanta humedad que los dedos se me quedan pegados al violín. Pero no es solo
por eso: los músicos tenemos que competir con el ruido que hacen bichos,
coches, ambulancias y a veces hasta campanas de iglesia; la acústica es
horrorosa y, a poco que sople el viento, hay que sujetar la partitura al atril
con pinzas para que no salga volando, lo que convierte el paso de páginas en un
verdadero suplicio. Y para colmo los insectos, atraídos por la luz de los focos,
se dan un banquete a nuestra costa en las casi dos horas que duran conciertos
como este.
Por
lo menos estoy sola en el último atril de la sección de violines y no tengo que
aguantar a nadie. Mi compañero ha cogido la baja esta semana, ¡ese sí que ha
sido listo! Se está ahorrando un concierto verdaderamente incómodo. Y difícil;
¿a quién se le habrá ocurrido que toquemos Scheherezade
al aire libre? Aquí no se aprecia nada esta música. Pero bueno, al menos
podremos ver cómo el imbécil de Víctor hacer el ridículo con sus solos de
violín. Qué mal le salen, por dios. No sé por qué le han dado el puesto de concertino tocando como toca. Bueno, sí
lo sé: siempre ha sido el niño bonito del director. Pues yo hice la prueba
mucho mejor que él, ya lo creo. Lo que pasa es que es el típico que le cae bien
a todo el mundo, sonriendo a todas horas y haciendo cumplidos más falsos que
los billetes del monopoly; y con los
directores siempre ha sido un pelota y un lameculos de campeonato, y eso a
ellos les encanta. Pues le ha funcionado, solo hay que ver dónde está. Yo nunca
lo he tragado, la verdad: a mí cada vez que me viene con esas sonrisas y con esos
besos después de un concierto me dan ganas de darle un puñetazo en la cara.
Mierda,
se me ha ido el santo al cielo. ¿Por dónde vamos? Me he perdido. Joder, me
pongo a pensar en mis cosas en mitad del concierto y acabo despistándome.
Bueno, puedo disimular un poco, porque esta pieza la hemos tocado tantas veces
que de oídas me la sé más o menos. Pero más me vale reengancharme pronto o se
acabará notando que no sé por dónde voy. Este pentagrama ya ha pasado, eso
seguro, y el siguiente... el siguiente no me suena mucho. Menos mal que mis compañeros
siguen adelante. La parte que viene ahora es muy difícil y no me acuerdo bien;
si me situase en la partitura, podría tocarla perfectamente, pero así... Lo
mejor será que levante un poco el arco de las cuerdas y haga playback por un rato. ¡Y encima ahora se
me planta un bicho asqueroso en mitad de la partitura!
¿Qué
es, un mosquito? No, es más alargado. Y verde. Qué asco, por favor, ya es lo
que me faltaba esta noch... Un momento. ¡Un momento! ¡Pero si se ha puesto
justo encima del compás que están tocando mis compañeros! Qué casualidad, no me
lo puedo creer. Gracias a ese bicho me he podido reenganchar justo a tiempo,
¡menos mal! Míralo, qué gracioso, ahora avanza por la página prácticamente a la
misma velocidad que la música. Es como si fuera un karaoke indicándome la
velocidad a la que tengo que leer la partitura. Se está acabando el pentagrama,
¿te imaginas que ahora salta al siguiente? Sería la leche si... No jodas. ¡No
jodas!
Vaya
pedazo de casualidad. Es que no me lo puedo creer. ¡Y sigue avanzando al compás
de la música! No, si ahora va a resultar que este bicho es un artista. Pues,
visto lo visto, lo mismo cualquier día le dan el puesto de concertino. Ahora vienen unos compases de silencio: si se para y se
espera, yo ya suelto el violín y que me metan en el manicomio. Seguro que no, mujer,
tiene que haber sido una casualidad; una casualidad increíble, vale, pero solo
una casualidad.
Se
ha parado.
Joder,
ya no sé qué pensar. Hay tres compases de silencio. El bicho sigue ahí quieto,
como si esperara pacientemente a que el oboe termine su frase. Ahora ya estoy del
todo segura de que empezará a moverse de nuevo en cuanto ponga el arco sobre la
cuerda y llegue el momento de tocar. Pero tiene que ser cosa de mi imaginación,
es totalmente imposible que...
Se
va, ¡se va!
Se
ha puesto en la espalda de uno de mis compañeros. ¡Joder, qué alivio! Ya creía
que me estaba volviendo loca.
Por
fin hemos acabado. Aplausos, aplausos, aplausos. Qué ganas de irme a casa, por
dios. Víctor ha tocado de pena, pero le dan la enhorabuena igualmente. Le
encanta ser el centro de atención. Capullo.
¡Mira!,
el mosquito vuelve a plantarse en mi partitura. Y pensar que me ha sacado del
apuro, ¡qué artista, el tío! Cuando cuente por ahí que el bicho seguía la
música a la perfección, me tomarán por loca, eso seguro. Y para colmo ahora
está plantado justo en el último compás, junto a la doble barra que indica el
final de la pieza. No, si al final va a ser verdad que es un genio. Es que es
mucha casualidad, joder. Demasiada.
¡Plaf!
Muere,
listillo.
El mal bicho es ella. Será posible. Tiene lo mejor de cada casa, envidiosa y desagradecida.
ResponderEliminarPd Me encantó. Es ligero, se lee solo y te imaginas hasta la cara de estupefacción de la chica mirando el mosquito. Me la juego y digo que tiene un 50% de realidad un 50% de ficción.
Gracias por el relato. Kisses
Jajaja, ¡muchas gracias! Sí, algo de realidad tiene, pero no desvelaré cuánto ;)
EliminarVengativa y absolutamente pasota de la música. ¿Seguro que no se olvidó del violín? En pocas palabras un personaje que se me atraviesa, lo cual, con el tamaño del relato, muestra lo bien caracterizado que está.
ResponderEliminarGracias.
Con el tiempo los artistas nacen.... este bicho no tuvo esa oportunidad, la obra ya era conocida y el es solo un manchurron en una partitura... jeje
ResponderEliminarLectura fácil y rítmica como música.
ResponderEliminarBuenísimooo. Nos has hecho reído reír, tienes una nueva fan incondicional, Elsa!!
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