Aunque Manuel llevaba tres horas mirando al techo, sonó
el despertador, le dio un manotazo y con la misma inercia encendió la radio,
que empezó a chirriar “Las chicas de la cruz roja”, de Conchita Velasco. Se
levantó de la cama, arrancó la hoja del calendario lánguido que colgaba en la
pared y vio que era la mañana de Reyes pero que él, un año más, no iba a tener
regalo porque ya no tenía quien le comprara ni unos calcetines. Al menos hoy no
tenía que trabajar. Odiaba su oficina, ser contable no era el trabajo más
atractivo que podía soñar. Cuando soñaba, claro, porque hacía tiempo que eso no
pasaba.
Se lavó la cara con agua helada y se afeitó sin cuidado
con una cuchilla dentada del uso. Se aplacó los pelos que le quedaban con
colonia fresca. El espejo doblado que se reía de él desde la pared estaba
cogido con un hilo de cobre y la toalla que intentaba darle consuelo estaba tan
parda que ya nadie recordaba su color. Abrió la puerta del armario y eligió la
camisa gris plomo y los pantalones de pana marrones. Se colgó de los hombros el
abrigo de paño y se tomó un café solo aguado, por ese orden. Salió de la casa arrojándose
por la ventana y planeando con las manos en los bolsillos hasta aterrizar en la
estación de tren. Aprovechó las corrientes heladas del norte para no tener que
hacer mucho esfuerzo.
Se subió al último vagón y se sentó en la última fila.
Se amorró contra la ventana húmeda y se dispuso a no ver pasar el paisaje. El
trayecto duraba un hora y cuarenta y cinco minutos. Vio por la ventana a varios
niños con bicicletas nuevas y se sumió en la tristeza, se acordó de aquel día
una vez más, con un agujero en el pecho de pensar que había pasado tanto
tiempo.
Abrió los ojos y dio un respingo. ¡Era de día!
¿Habrían venido los Reyes? De un salto apartó el mullido edredón de raso, salió
de la cama, se puso las zapatillas de cachemira. Bajó las amplias escaleras y
fue corriendo al salón, pero allí no había nada, ni debajo del belén, ni cerca
de la chimenea, ni en ninguno de los sofás. Se dirigió a la cocina pero, nada,
estaba vacía. La salita… ¡nada! ¿Se habrían olvidado de él los Reyes? ¿Había
sido tan malo? No pensaba que hacer rabiar a la niñera contara como importante para
los Reyes. Y, de repente, allí estaba, en la entrada, un sobre dorado con su
nombre. ¿Un sobre? ¿Qué tipo de regalo era un sobre para un niño de 7 años?
¿Dónde estaba la bicicleta que había pedido? Rajó el papel:
«Querido Manuel:
Por
fin tienes la edad. Llegó el día. Este año tu regalo es mucho más importante que
una bici o que un perro o que un coche de carreras. Este año, tu regalo es
MAGIA. Debajo de tu cama encontrarás un manuscrito con el que aprender a volar.
Sí, sí, a volar.
Te queremos.
Los
tres Reyes Magos»
Paró el tren en la última estación. Se bajó con la cabeza
gacha. Llegó arrastrando los pies. Cada día le resultaba más duro ir a visitar
a su madre a la residencia, y eso que solo iba el primer lunes de cada mes.
Cada mes la veía más deteriorada, más ajada. Hacía ya muchos lunes que no lo
reconocía, que lo confundía con su padre, con su hermano, con su primo. Había
dejado de comer sola y casi no andaba. Le costaba mucho sacarla de la
residencia a escondidas, pero lo que nunca fallaba era el paseo que se daban
por los aires. Cuando estaban en el cielo se olvidaban de todo, su madre volvía
a ser joven, brillaba, volvía a reconocerlo, a cogerlo de la mano y él volvía a
sentir que el mundo era como cuando tenía 7 años, se sentía seguro, también
brillaba. Sobrevolaban pueblos, montañas, ríos, incluso se daban un paseo por
el cielo azul de Madrid, sorteaban rascacielos plateados, disfrutaban de las
corrientes de metal, esquivaban la polución negra, se tumbaban en las nubes de
algodón, retaban a las golondrinas plomo. Se paraba el mundo. Manuel nunca
había conocido a otra persona que volara, además de su padre, claro.
Pero aterrizaban y la vejez volvía a ocuparse de
ellos. Era el precio que tenían que pagar. Manuel lo sabía. Mientras, se reían
se los pájaros de colores, como decía su madre. La dejó en la cama y se
despidió con un beso mecánico. Volvió a la estación con la sensación de pesar
una tonelada. Se dejó caer en el banco de la estación a esperar el tren. La
vista perdida. El estómago apretado. El frío en el alma. Y entonces, algo le
atrajo la atención. Una chica con un abrigo rojo al otro lado de la vía estaba
leyendo, pero… a medio metro del suelo. Y no se estaba dando cuenta de que se había
despegado del suelo, ¿qué libro sería? Solo bastaron los dos minutos de
esperanza que se tardan en cruzar las vías del tren por el túnel subterráneo para
devolverle a Manuel la sonrisa.
Tu imaginación, como siempre, por las nubes, Isabel. Una historia que escuece un poco, creo yo, aunque la esperanza del final te hace sentir que sí, que igual es posible. Me encanta tu descripción de los primeros párrafos. Y el viaje con la madre, genial. Gracias.
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ResponderEliminarTe ha quedado preciosa y conmovedora esta historia, Isabel. ¿Qué libro estaría leyendo la muchacha del andén? Apuesto a que uno escrito por ti ; )
ResponderEliminarEstupendo Isabel. Imaginación para rato y eso en equilibrio por esa delagada línea que separa, ¿o une?, la realidad y la fantasía. Leerlo, alegra. Diego A. Nieto Marcó
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