Hoy me estuve
llamando un rato y no me abrí.
No me sorprendía
encontrarme allí, subido al escalón de la entrada, esperando que yo mismo me
abriera. ¿Quién si no uno tiene más derecho a llamar a su propia puerta? ¿Quién
sino uno tiene el derecho de llegar de visita a la hora que le apetezca? Y es
que nos visitamos tan poco que llegamos a olvidar el proceso de llegada, espera
y entrada. Y me debía una visita, la verdad es que me la debía.
Pero hoy me
estuve llamando y no me abrí.
Y eso que no
aporreé el portero como esos chavales que, de prisa, quieren que les abras antes
de haber tocado. No insistí porque sabía que no me gustaba. Un simple toque, con
la duración adecuada, era mas que suficiente. Luego la supuesta corta espera,
acercando el oído al interfono. Pesaban las bolsas del Mercadona así que las
apoyé en el escalón y esperé. La seguridad que empieza a temblar conforme pasan los
minutos me llevó a pensar qué me podía estar pasando que no me abría ya. Me
impacienté pero confié en mi mismo, como no podía ser de otra manera.
Pero no me
abrí hoy, hoy no me abrí.
Pulsé de nuevo
pasados unos minutos. El tiempo necesario para salir del baño o terminar la
conversación, dos de los motivos que se le pasan a uno por la cabeza cuando se
hace esta espera. No cabía la siesta, no era la hora y sabía que me estaba
quitando. Ya había pasado también aquella época en que, en los días malos,
prefería hacerme el no presente quedándome quieto a más no poder hasta estar
convencido que el visitante inesperado se había marchado. A propósito, ¿por qué
será que nos causa zozobra no abrir la puerta cuando llaman y estamos dentro?,
¿por qué extraña razón, si el que está fuera no puede vernos ni sabe si estamos
o no? Alguna recóndita culpabilidad nos impulsa a responder a la llamada,
imagino.
Pero hoy me
estuve llamando y no me abrí.
Imaginé una y
mil causas. La mente prolífica se expande cuando toca una espera a su vez inesperada.
Pesaban las bolsas y apoyadas en el estrecho escalón prometían una caída segura
sobre la acera. Es curioso, me dio por pensar, que sea cual sea la combinación
de compras que uno haga, sea como sea la colocación, si se va suficientemente
cargado, la bolsa apoyada en el suelo siempre volcará al lugar opuesto al que
esperamos, que suele coincidir con aquel que facilita que cualquier cosa se
desparrame. Está demostrado, pueden hacerlo. De hecho, estoy convencido de que fue en este en lo que se basó Newton para formular su ley de la Gravedad. Compren si quieren durante diez días
lo mismo. Lo mismo hasta el más mínimo detalle. Métanlo en la bolsa del
supermercado de todas las maneras que se les ocurra, ojo que tienen que ser de esas que no se separan de ninguna
manera y que están especialmente pensadas para que los que compramos solos
atasquemos la fila de la caja. Cárguense lo suficiente, eso sí, una sola bolsa
ligera no sirve. Apoyen, tengan el valor de apoyar la bolsa en cualquier
superficie horizontal, y verán que, sea la que sea la forma en la ordenaron las
compras, la bolsa derivará hacia el lado opuesto al que les interesa. Pruébenlo.
La tercera
insistencia sin respuesta me hace preocupar mucho más. Estoy convencido de que
estoy arriba. ¿Dónde voy a estar a estas horas de la tarde? Existe un poco de
desesperanza cuando la puerta de destino no se abre o, peor, cuando no se
encuentra respuesta aunque luego no llegue a abrirse. Parece, cuando ocurre,
que uno se ha trasladado a la China a hacer la visita. Siente como si no existiese
ya otro lugar en el mundo. Como si, en este caso, no pudiera uno sentarse en un
bar a tomarse una cervecita o como si no hubiese otro destino. Miré insistentemente
el cuadro del portero, confiando que la mirada intensa atraería la respuesta.
Pero no fue
así, hoy no me abrí.
A saber dónde
me habré metido o el por qué hoy no quiero abrirme. Terminaré entendiéndolo, qué
duda cabe, pero por el momento me asalta un cierto desconsuelo. No cabe otra
que escoger otro destino aunque en este caso el destino no importe porque tarde o
temprano tendré que abrirme. No puedo imaginarme dejarme esta noche durmiendo al
raso.
Una última
llamada que se hace como para cumplir con el protocolo, con la esperanza de que
finalmente aparezca una voz que, aunque acelerada, te abra por fin la puerta.
Siempre cabe haber llegado justo cuando empezaba a ducharme. Pero en este caso el argumento se
desinfla por sí mismo al recordar que me di la ducha media hora antes de
salir.
Me llevé la
llave, desde luego, pueden haberse estado preguntando. Pero no era hoy cuestión
de irrumpir en casa sin previo aviso. Hay confianzas que, a veces, no puede uno
tomarse ni con uno mismo. Quizá tan solo necesite un poco de tiempo. Ya con la llamada debo estar sobre aviso.
Viendo que la
tarde todavía brilla de azul oscuro, recojo las bolsas volcadas y me voy a dar
una vuelta. Volveré más tarde, que seguro que termino por abrirme.
Pero no
olvidaré que hoy me estuve llamando y no me abrí.